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Ilustración: Sofía Olago

Angélica Villalba

Los buses tienen vida. Es un pensamiento recurrente cuando hago la fila en la plataforma de la estación. Su olor a diésel se apodera del aliento, la lengua se llena de un sabor ácido y la garganta se cierra. Estos carros también son perversos, frenan duro y sin aviso; soy víctima de esa dictadura cuando las llantas paran con violencia, la gente empuja y quedo en medio de la silla y las pisadas. Aquí, adentro, no existe la misericordia.

Las estaciones son diferentes. Cada parada es una fotografía de forasteros angustiados por llegar a casa. Son las nueve de la noche y me aproximo a mi lugar tabú: la 22. Cuando se abren las puertas quiero apartar la mirada de esas calles para no sentirme atraída por las tonalidades de sus habitantes.

Uno de ellos es un hombre de ojos profundos y verdes que siempre está en la plataforma. El ritual de seducción urbana comienza cuando el bus se detiene y lo veo buscando a alguien con desesperación… hasta que nos encontramos. No le tengo miedo porque nunca se sube y sus ojos entran en mí. A través de él, veo su territorio con las fachadas de baldosín azul y un letrero en el que se puede leer: “Diez mil pesos la noche”, sillas de plástico apiladas en las calles a la espera de un cliente y a dos hombres fumando despreocupadamente un porro. El bus es testigo de nuestro encuentro y se detiene eternamente. Hoy no está. Lo extraño.

Desde la ventana, veo el asfalto que rodea a La 22 e imagino a mi hombre de ojos verdes tratando de esquivar a esas piernas ansiosas por llevarlo dentro de los locales enrejados. Prostitución y placer. Aunque no lo quiera aceptar, él también pertenece a esa cárcel de una ciudad que rechaza a los diferentes.

El sonido del arranque del motor tranquiliza todo el ambiente, mientras el bus avanza despreocupado tres paradas más y se detiene. Una chaqueta domina las tonalidades grises de los maniquíes llamados pasajeros: es de cuero blanco, con taches en los hombros y tiene un águila de colores bordada en la espalda. El dueño se voltea y sus ojos me asustan porque son verdes como los del ave. Es mi hombre de la estación de la Calle 22.

El bus se detiene y él se sube.

***

En estos buses lo que hay es camello porque la gente es muy confiada. Deja los bolsos abiertos o llevan joyas a la vista. La oportunidad hace el ladrón: ¿si, pilla? Me especializo en robar a las princesitas porque se asustan y entregan todo. Las escojo gomelas, con audífonos lukeros y aquí, en el transporte, es más fácil. Recuerdo una que pude manosear en la ruta B-17. Le aplico el quieto con esta pata e´cabra, le esculco el bolso, pero me dan ganas y por manilargo, la china grita, unos manes me golpean, llegan los ganchos y pa´ la cana.

Me hago adelante cerca de la puerta para pistear ¡Uy esa peladita está rebuena! Ella nunca se fijaría en mí ¡la muy piroba! Esas nenas son finas, les gustan manes universitarios, de plata, ¿me entiende? Entonces toca dañarla. Con disimulo, le hago un escáner: morral play, bien; se marca el computador, re bien; relojito, caro. Si no me la puedo echar, al menos me quedo con las cosas impregnadas de su olor. Hay que hacerle la vuelta.

Me acerco despacio, como en cámara lenta.

***

El hombre de la chaqueta no me quita los ojos de encima y pienso en un águila atrapando a su presa. Finalmente lo tengo cerca, luego de tantas fantasías en la estación de la Calle 22; por fin, él está frente a mí y le temo. Siento cómo el bus está desacelerando, mientras la ansiedad se apresura a darme las vías de escape.

Pongo el morral adelante y lo sujeto con ambas manos. La próxima parada está cerca y yo lista para huir. Cuento hasta tres, pero no puedo zafar el brazo derecho de algo o alguien; entonces, el hombre de la chaqueta, mi hombre, me jala hacia él con fuerza, liberándome de las manos de un muchacho que no había visto antes, luego empuja mi cuerpo hacia afuera y es como si el bus escupiera a un maniquí sobre el piso metálico de la estación.

Allí, aún confundida por el golpe, escucho los pasos atropellados de la gente que busca refugio entre las sillas, abriéndole paso a la rabia de dos puñales, mientras del águila brotan dos alas hechas con sangre.

Angélica Villalba

Angélica Villalba

Autora

Sofía Olago

Sofía Olago

Ilustradora

Mi nombre es Diana Sofía Olago Vera, para abreviar prefiero ser llamada Sofía Olago. Tengo 19 años y nací en Lebrija, un pequeño municipio del autoproclamado país del Sagrado Corazón de Jesús: Colombia. Sin embargo, desde pequeña he vivido dentro del área metropolitana de Bucaramanga, capital del departamento de las hormigas culonas.

Soy una aficionada del diseño que nutre su estilo y conocimientos a base de tutoriales y cacharrear softwares de edición. Actualmente, soy estudiante de Comunicación Organizacional, carrera que me dio la mano para mejorar mi autoconfianza y mis habilidades comunicativas.

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