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Ilustración: Maricielo

Eduardo Honey

Jonathan camina ansioso por Sabana Grande, una de las calcutas locales de Caracas. Procura no chocar con las personas para que su flux, de tela brillosa por exceso de uso y lavado, no se ensucie. Sus oscuras manos cargan con ternura una solitaria flor. En medio del rasgueo cortante de pedazos de cinta adhesiva para hacer panales de discos o videos, del arrastre de carritos con las mercancías y puestos de los vendedores o del invitante café tempranero, él busca.

—…pero la Regional es mejor.

—Épale, qu’é mi lugá. Quítese d’ái…

—Oye mami, tomá’eto. Te lo quie’o regalá de to’o co’azón.

—…California, hotel California…

—Paso por favor, paso…

Se hace a un lado para dejar paso un carrito. A pesar de esas constantes intromisiones, caminar por en medio del boulevard es lo mejor. Apenas inicia el domingo de un fin de semana largo, pero no todo mundo anda en la playa. Y los afanados buhoneros, cual colonia de hormigas multicolores, poco a poco van pintando la calle con sus puestos.

—…guarimaa, t’gua. Ai guarica…

— ¡Qué culo el de la jeva esa!

—‘É un ave, ‘é un avión, no ‘é William en su moto.

— ¿Conoce la palabra de Dios?

—…manos hacia arriba, manos hacia abajo…los gorilas…

Esquiva a unos rumberos tardíos que tratan de seguir gratis la fiesta al son que les pongan los ambulantes. El bufido de unos frenos lo sobresaltan y vuelve a subirse a la banqueta, empujando sin querer a una vendedora, quien lo mira con odio. Mientras se disculpa y el camión pasa, se pregunta cómo es posible que un vehículo de tal tamaño apenas denote su presencia. Vuelve a concentrarse en su búsqueda.

—¡Épa! ¿cómo estás mi pana?

—Aló… ¿aló? ¿Está Ricardo?

—Mi reinita, esta’ma buena que una Polar.

—… y en seis meses he buscao trabajo de Petare al centro…

—Oé, oé, oeeeeeeeeee Cháveeeeeeeez volvióoooooooooo, Chávez volvió….

El bullicio apenas se acalla para rendir tributo al tremor que recorre todos los cristales a espaldas de Jonathan. Una sombra pasa rápidamente. Él levanta la vista para ver cómo un edificio de diez pisos casi rasca con holgazanería el Airbus nuevo del presidente. Piensa que con razón no habían pasado aviones desde que salió del metro. Vuelve a avanzar mientras los rugidos de los cazas de escolta hacen retemblar a los nerviosos cristales. Mira con cuidado todas las esquinas que cruza, pero ninguna le devuelve el guiño del hallazgo.

—…no hay que llorar, la vida es un carnaval…

—… es que hay mucha inseguridá…

—Pásele catirita, puede ver sin compromiso.

—Pero che, tapá al niño que hace fresco.

—¿Me regala una moneda?

Asustado, tiene que detenerse frente al imperioso brazo que se le ha cruzado en su camino. El huelepega, de facciones negroides y piel color canela, lo ve retador. El brazo, a pesar de ser casi tan delgado como su dueño, se ve muy fuerte. Jonathan musita algo y con la cabeza dice que no. Tajante el brazo marca de nuevo su cometido y el tipo repite la pregunta. Jonathan lo esquiva con dificultades.

—‘É usté un cochino oligarca. Pero Chávez e’tá aquí con la revolución.

Perseguido por las palabras, más que por las presencias, choca de hombros con un chamo de veinte años, pelo corto, gafas oscuras y brazos de tres horas al día en el gimnasio, quien no le hace caso e inmutable en su machín andar, lo rebota al piso. Jonathan aterriza en un charco color marrón donde se resumen las grasas de múltiples cachapas, perros calientes y bebidas no tomadas. Se levanta molesto y trata de sacudirse, pero la mancha conquista nuevos territorios gracias a la ayuda de la desesperación. Recapacita y, tratando de dejar de lado el asunto, recoge la flor que se la ha caído de las manos. Pero una oleada de frustración lo invade y trata de desquitarse pateando una lata de gaseosa. La lata corre rebotando al compás de un tintineo hueco. De pronto, una mano ágil de sucias cicatrices toma la lata antes de que termine su bailar. Con un corto ahogo la estruja para arrojarla con sequedad a una bolsa negra rebosante de latas.

Jonathan, doblemente frustrado, ve al recogelatas dirigirse a una bolsa de basura que reposa el desayuno al pie de un semáforo. El poste se yergue en el centro de una mancha oscura de suciedad como si tratara de ocultar con maquillaje vulgar el adoquinado del pavimento. Esquiva con presteza a un motorizado que le describe coloridamente el coño de su madre a ritmo del escándalo y del humo de su briosa máquina. A Jonathan sólo le importa llegar al poste.

Era el mismo lugar de hacía dos noches, cuando en el boulevard vacío rebotaba nostálgica la candela del club de salsa. Largo rato atrás que el hormiguero de todos los colores se había retirado a descansar. Jonathan y su novia habían salido felices de una rumba en el club. Esperaban, entre abrazos y susurros, un taxi en una esquina donde se erguía un solitario semáforo. Alrededor de él dormitaba una corte de bolsas de basura, bellos durmientes que en fétidos sueños aguardaban a los caballeros nocturnos de la limpieza.

—Oligarcas, ‘éto e’un asalto. Rápido, la cartera y la billetera.

Dos jóvenes muy delgados, de tez oscura, gorra beisbolera y ropa sucia y con agujeros, habían aparecido a sus espaldas. Jonathan sacó rápidamente su billetera del pantalón. Apenas la extendía cuando le fue arrebatada.

—Chama, dame la cartera.

Su novia estaba congelada por la sorpresa. De golpe, las cuatro horas de baile y cerveza se perdieron junto con el color de su rostro. De un irracional reflejo posesivo, susurró un:

—No…

Y el destellante fogonazo fue el preludio para que el cuerpo de nívea blusa, con un toque líquido oscuro al centro, se recostara encima de las bolsas de basura. Jonathan giró para tomar el cuerpo que caía en un lento desplome. Pensamientos cruzados de decir «No», «Dale la cartera», «No te resistas», «No te ha pasado nada» se habían atorado en el dique de lo súbito de las acciones.

—Recoge la cartera.

Pasos ungidos de prisa, de risas y con un grito se perdieron calle abajo. Jonathan, arrodillado, miraba a su lánguida novia. En el pecho de ella el punto se convertía en una mácula maternalmente acariciada por la luz de alto del semáforo. En lágrimas Jonathan le susurraba a su amada de que no había problema, que estaría bien, que sólo era un rasguño. Y siguió diciendo que la amaba, que la quería, que todo estaría bien hasta que llegó la policía, cuatro horas después, a separarlo del cuerpo.

Dos días más tarde, en esta mañana dominical, Jonathan deposita con respeto una rosa encima de la bolsa que el recogelatas ya dejó en paz. Murmura unos cuantos rezos y platica con su difunta. Le pide perdón por no haberla sabido defenderla, le reitera que ha sido la mejor chama que se había encontrado en sus veinte años de edad y que ya pensaba en casarse con ella. Vuelve a rezar. Se queda en silencio haciendo guardia un largo rato, sin importarle el buhonero que le pide una y otra vez que se mueva, que tiene que instalar su puesto.

Finalmente Jonathan se persigna y da la vuelta para regresar a su rancho ubicado en una de las tantas barriadas que rodean Caracas. Al alejarse se da cuenta de que la avenida de innumerables colores en sus voces no puede acallar el último grito de los asaltantes:

—Oligarcas explotadores, ya llegó la revolución.

Autor

Eduardo Honey

Eduardo Honey

(México, 1969). Ing. en sistemas. Participante desde los 90 en talleres literarios tanto en México como Venezuela bajo la guía de diversos escritores. Publica ocasionalmente en plaquettes e internet. Coordina talleres de introducción a la escritura.

Ilustradora

Maricielo

Maricielo

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