Ilustración: VonPeps
Israel C. Oliva
Nunca me había gustado la casa de mamá porque era grande y bastante vieja, por lo mismo solía ser bastante fría, pero una de las cosas que más odiaba es que fuera de madera, como algunos tablones son demasiados viejos suelen tronar sin razón ni motivo aparente.
Nos habíamos mudado a esta casa cuando yo era un niño, no debía tener más de 5 años y mi hermano mayor, Ángel, no tenía más de 12, mi padre había muerto recientemente por culpa de un policía que manejaba ebrio. Mamá jamás nos contó los detalles pero, con el tiempo supe que dicho oficial había perdido el control, llevando a mi padre en el cofre de la patrulla hasta terminar chocando con un poste. Ella decidió entonces vender la casa de la ciudad para pagar algunas deudas, parece ser que uno gasta más en morir que en vivir. Mi abuela le había heredado “la casa” a mamá pero nunca veníamos, no hasta que mamá decidió que era lo mejor para Ángel y para mí, pues decía que así podría estar más tiempo con nosotros.
Pero de eso ya han pasado 32 años. Ángel y yo nos dedicamos al estudio y cuando pudimos trabajar lo hicimos pero eventualmente nos fuimos de casa y mamá después de tanto sacrificio, de trabajar día y noche, para pagar deudas y darnos de comer, se quedó sola.
Estaba terminando de hacer mis maletas para ir a casa de mamá, a pasar un tiempo, ya que Ángel había sugerido la idea.
— ¿Has pensado en ir a vivir un tiempo a la casa? — preguntó.
— No, pero ahora que lo dices no es mala idea — le contesté, mientras abría una lata de cerveza — no he ido desde que mamá murió.
— Ve, pasa un tiempo allá, sirve que te despejas de la ciudad y después regresas, veré si puedo ayudarte a conseguir trabajo aquí en la oficina.
— Gracias hermano. Sí, creo que me iré hoy en la tarde.
Tomé las llaves y pasé a hablar con la encargada del edificio para decirle que me ausentaría por un tiempo, tal vez una o dos semanas. Le di las llaves de mi departamento y bajé al estacionamiento, tomé mi carro y guardé mi maleta en la cajuela. Salí entonces a la calle.
El camino a la casa había sido fácil y muy rápido, no había tardado más de dos horas en llegar. El pueblo donde se encontraba la casa estaba a las afueras de la ciudad. Cuando éramos niños, la casa quedaba todavía un poco retirada del pueblo, pero ahora el tiempo hizo a la casa parte de ese pueblo.
Al llegar fui a ver a doña Luz, quien se había encargado de mamá cuando fue lo suficientemente grande para no poder prepararse de comer, ni siquiera lavar, o caminar por sí misma. Mamá siempre se había negado a que la mandáramos a un asilo y el estrés de la ciudad le hacía mal, según ella. Así que mes con mes Ángel y yo solíamos enviar una cantidad de dinero nada despreciable para que se hicieran cargo de ella, porque a pesar de que intentamos contratar algunas enfermeras, ninguna se quedaba mucho tiempo. Decían que mamá era un poco difícil de cuidar, que no se dejaba vestir, y darle de comer solía ser un viacrucis, pues se comportaba como si fuera una niña pequeña y arrojaba la comida.
Ángel y yo también pensamos muchas veces en mandarla a un manicomio, pero sentíamos feo por ella. Oportunamente doña Luz, que es la vecina más próxima a la casa, había dicho que ella podía cuidarnos a mamá si nosotros pagábamos y así fue por cerca de 10 años.
Doña Luz se sorprendió de que le dijera que iba a vivir un tiempo en la casa, pues ella sabía, por las veces que llegue a ir, que me resultaba incómoda y lúgubre. Me ofreció unas sábanas y una almohada, me dio las llaves, me dijo que a la casa le faltaba un poco de mantenimiento y que si podía llamara a un exterminador. pues aunque Negro cazaba lo más que podía, los años, al igual que a mamá, le habían pasado factura.
Negro fue por mucho tiempo la mejor compañía de mamá. Era un gato pardo, de ojos verdes, a ella le gustaba, decía que era un cazador bastante hábil, porque no solo cazaba a ratas y lagartijas, además, si veía arañas solía comerlas, o que gustaba de matar insectos grandes a mordidas.
Una de las últimas veces que vine a verla, cuando apenas comenzaba a perder la conciencia, hablamos de Negro.
— ¿No viste a Negro? Creo que anda por la casa —preguntó, mirando a la ventana
— No, ¿por qué dices que está en la casa? —dije, mientras le ponía una manta en las piernas,
— Porque escucho sus garras por la casa.
— Si quieres lo busco y te lo traigo.
— No hijo, no hace falta. Él vendrá. Posiblemente cuando te vayas. Negro suele ser muy tímido, se esconde en el sótano cuando tiene miedo.
— Pensé que era cazador, ¿por qué tendría miedo?
— No lo sé. Negro suele ser muy raro, ¿sabes? La vez pasada desapareció por unas semanas y llegó una noche. Desperté y lo vi al pie de mi cama, hablé con él sobre su ausencia y terminó por dormir conmigo. A la mañana siguiente, Negro se había vuelto a ir.
— ¿No suelen ser así los animales? Un día están y luego desaparecen.
— ¿Quién? ¿Negro? No, no, él suele ser así, unos días está y otros no pero siempre vuelve. Ya sabes, me quiere, por eso regresa.
— ¿No será por la comida que vuelve?
— ¿Quién? — preguntó como si estuviera hablando de un tema muy diferente.
Mamá solía tener momentos de lucidez, a veces sólo por horas y a veces por días, pero usualmente no nos reconocía cuando llegábamos a visitarla, con Negro era diferente. Ángel dice que un día ella le habló por horas de él y que al final él ya no entendía de qué hablaban.
En alguna ocasión cuando Ángel visitó a mamá, me contó que Negro era bastante molesto por las noches, que no le dejó dormir porque al parecer sus garras eran muy largas y se escuchaba cómo caminaba por toda la casa. Escuchó cómo subía y bajaba escaleras. — Está cazando —pensó— busca algún ratón o insecto que comerse, posiblemente se aburrirá y terminará por dormir en algún lado—. Pero pasaron las horas y él no iba a dormir. Al otro día dice que Negro salió del cuarto de mamá, como sí nada, como si no hubiera estado toda la noche caminando.
— Negro estuvo paseando anoche por toda la casa, hasta me dieron ganas de salir y meterlo a tú cuarto, porque no me dejaba dormir. — Dijo Ángel, durante el desayuno.
— Es que como tú estabas en su cuarto, Negro no sabía dónde dormir así que fue de aquí para allá, bajó a dormir a la sala pero no se acomodó, después supongo ha bajado al sótano, pero como está frío no le gustó. Hasta que al final entró a mi cuarto y se durmió en la esquina.
— Con razón. Pero, ¿toda la noche busco un lugar para dormir?
— Es como un niño, como ustedes cuando solían tener miedo. Iban uno con el otro y si al final su miedo no pasaba, iban a dormir conmigo. ¿No?
— Sí, pero nosotros somos tus hijos. Él no lo es, es una mascota.
— Cállate, Negro te va a escuchar y no le gusta que le digan mascota, No lo es, es un niño como ustedes y le quiero como a un hijo.
Al final dice Ángel que mamá ya no sabía de qué hablaba, pero que se notaba que tenía afecto por él, por eso empezamos a mandar un poco más de dinero para la comida de Negro, era una buena compañía para mi mamá. Yo sólo lo había visto en algunas ocasiones pero nunca entendí porque se llamaba Negro.
Doña Luz me acompañó a casa, intenté encender el foco de la entrada y no había corriente eléctrica.
— Genial —dije— ya está oscureciendo y no hay luz.
— Deben ser los fusibles. Ya sabía yo que había que cambiarlos, mira —extendió su mano y me dio un par de fusibles— Ponlos, la caja está en el sótano.
— Gracias, iré a ponerlos
— Claro hijo, te pondré las cobijas en la sala.
— ¿En la sala?
— Sí, es que cuando tú mamá empeoró y ya no podía subir las escaleras, bajé la televisión y la dejé en la sala donde ella pudiera verla todas las tardes.
— Bueno, gracias.
Me dirigí entonces al sótano, la puerta estaba bajo las escaleras principales, enfrente de la cocina. La abrí y sentí un olor a húmedo, como si hubiera agua estancada desde hacía tiempo. Encendí el interruptor para que cuando la corriente regresará me diera cuenta.
Si no mal recordaba la caja de fusibles, estaba bajando las escaleras a mano derecha, encima de un banco de madera, donde mamá solía dejar las herramientas. Bajé y ahí estaba, tal como en mi recuerdo. Abrí la caja y cambié los fusibles, entonces se encendió el foco del sótano, fue más rápido de lo que recordaba.
Cuando era un niño, de todos los lugares de la casa el que menos me gustaba era el sótano. Ángel solía burlarse de mí, me decía “niña”, por tenerle miedo al sótano, aunque cuando uno es pequeño ¿qué no nos da miedo?, ni siquiera sabía por qué temía. No es que conociera muchos monstruos, nunca había visto películas de terror o algo por el estilo, es decir, cuando crecí tenía verdaderos monstruos en la mente, como Frankenstein, It, El hombre lobo, La niña del aro, etc. Pero ahora esos monstruos por los que alguna vez temí son más bien un recuerdo tonto.
Subí las escaleras y doña Luz no sólo había puesto las cobijas en el piso, sino que incluso barrió. Se despidió de mí y me dijo que al día siguiente vendría a ayudarme a limpiar la casa. Le agradecí y me prometió que me traería un poco de comida, pero le dije que yo había pasado a comprar un poco.
Encendí la televisión, mientras comía el montón de chatarra que había comprado. Como no había una mesa, comencé a dejar en el suelo lo que llevé, desde Cheetos hasta un Monster. Pensaba qué haría ahora sin trabajo, pensé que tal vez al otro día podría ir al panteón a llevarle flores a mamá; sin embargo, me quedé dormido a los pocos minutos. Al parecer había sido un día bastante largo y cansado.
Escuché algunos ruidos y me desperté, mire mi celular <<2:34 a.m.>>. La televisión seguía encendida aunque sólo pasaban teletienda, donde vendían cosas que nunca pensé que fueran útiles para algo. Estaba por apagar el televisor cuando escuche de nuevo ruidos en el sótano, como algo que corría por todos lados.
“Ratas”, pensé cuando escuché de nuevo que se había caído algo y que el sonido provenía del sótano. Me levanté y caminé hacia allí, cuando tomé la perilla para abrirlo un temor interno me recorrió todo el cuerpo, era como lo que sentía cuando era niño, pero esta vez no estaba Ángel ni mamá para defenderme. De niño mi miedo solía irse cuando recordaba que Ángel y mamá estaban en casa y si gritaba no pasaría mucho tiempo antes de que llegaran, tal vez podría detenerle los dientes a lo que sea que estuviera ahí, lo suficiente para que llegaran y me salvaran. Pero esta vez estaba solo.
— Tonterías, ya estas grande para tener miedo —pensé. Abrí la puerta y el sótano estaba oscuro. Encendí el foco, pues el interruptor estaba en la entrada. No vi nada pero seguía escuchando que algo se movía. Bajé con cuidado.
— ¿Hola? —dije.
No hubo respuesta. Bajé más escalones. Cuando ya estaba cerca del piso algo se movió muy rápido, giré deprisa y lo vi. Era Negro aunque por el polvo del sótano más que pardo parecía tiznado, reí y me sentí tonto por haber tenido miedo de un gato. Bajé por él y lo cargué. Vi su collar, el mismo que Ángel le había comprado hace algún tiempo, pero ya no tenía el cascabel que traía cuando era nuevo, ahora en su lugar ahora tenía una pequeña placa: Bigotes, se leía.
— Vaya, pensé que te llamabas Negro —Dije, mientras caminaba a las escaleras
— ¿Entonces quién era Negro?
— Yo…
Entonces lo vi. Era alto, delgado, con unos brazos igual de delgados y unos dedos tan finos y afilados que parecían garras. Era como una enorme sombra con una enorme sonrisa. Y Negro apagó la luz del sótano.
Autor

Israel C. Oliva
Ilustrador

VonPeps
Ilustrador
Soy Alejandro, 24 años, colesterol bajo, estudiante de psicología y fotógrafo habitual, guionista cuando hay leche y galletas. Me gusta bailar solo, decir groserías y escuchar a Iggy Pop. A veces, creo que sería más feliz viviendo en el campo con un buen poemario, luego me llega una notificación a mi smartphone y me olvido de todo. Soy un pésimo pintor, por eso me hice fotógrafo.