Amaury Ledesma
—Mírame muy bien a los ojos, pendejo —dijo—. Quiero que te grabes muy bien la cara de quien te dará la lección de toda tu maldita vida.
—Veo claramente tus ojos —el otro contestó.
—Hoy será la última vez que te vea en este café —lo sostuvo de la camisa con violencia—. ¡Mírame bien!
—Lo hago, vaya que lo hago.
Abrió los ojos. Se despertó por completo desnudo en un pastizal empapado por una intensa noche de lluvia. Miles de rayos caían hasta donde alcanzaba a visualizar. Él no recordaba nada; no sabía quién era ni dónde estaba. Su memoria estaba en blanco.
Se levantó. Los rayos no cesaban de embestir la tierra, y sus poderosos rugidos ensordecían al hombre. Era un espectáculo natural que se antojaba antinatura. Él sintió un tremendo miedo de que alguno de los endiablados rayos le impactara, fulminándolo al instante. No sabía si caminar sin rumbo o quedarse estático jugándose la fortuna.
La tormenta era salvaje, sin embargo, la noche no era oscura; las centellas, los relámpagos y los rayos perpetuos bañaban tanto el paraje como la lluvia que descendía con estos últimos, y los truenos destronaban toda posibilidad de silencio.
A lo lejos, el hombre amnésico divisó un haz de luz; una columna que se extendía hasta los cielos, y entonces el individuo tomó la decisión de dirigirse hacia allá, para buscar respuestas a todas las preguntas que lo bombardeaban.
Tenía mucho miedo, tanto de su nula memoria como de todo aquello que sus ojos atestiguaban. Aquel paraje parecía onírico: extensos pastizales de yerba que llegaba hasta las rodillas; ciertas colinas de índole siniestra, mostrando su orografía y su silueta con cada rayo que caía detrás de ellas; espejos de piso esparcidos por los extensos campos, proporcionando estos aún más misterios y dudas; y, por supuesto, los rayos: heraldos de la maravilla y el terror que no dejaban de caer uno tras otro en una orquesta de bestiales sonidos que amedrentaban la voluntad, cordura y valentía. Y, en alguna parte, ese haz que se elevaba al cielo y se perdía entre las nubes cargadas de quién sabe qué clase de energía que hacía que los rayos no pararan de descender con esa ira.
El hombre continuaba su titubeante y tembloroso andar hacia el haz. Él no sabía ni cómo era su rostro, así que se puso frente a uno de los tantos espejos entre los pastizales y se miró: tenía el cabello negro y corto, ojos marrones y nariz respingada; poseía una barba de tres días y un lunar debajo del ojo derecho. «¿Qué está pasando?», se preguntaba mientras contemplaba un rostro que no encontraba en su memoria. Después, continuó su andar, espantado una y otra vez por los rayos que caían cerca de él.
Pronto vio a una figura acercándosele en dirección contraria hacia donde iba. Vio que era otro hombre desnudo, caminando con total tranquilidad a través de los campos bombardeados por esos monstruos eléctricos.
—¡Hey! —gritó el amnésico y asustado hombre—. ¡Oye, ayúdame! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es todo esto?
El otro hombre, que seguía acercándose a él, de manera tranquila dijo:
—Otro más, otro más. Qué pena. No debiste importunarlo. ¡Oh! ¡Y fue aquí! ¡Aquí donde los rayos no cesan jamás! ¡Qué pena! ¡Qué pena!
Entonces, aquel que decía eso, siguió sin detenerse siquiera, pasando de largo al confundido amnésico, y este pudo ver que ese sujeto era anciano, de largo cabello blanquecino, al igual que su barba descuidada. Ese viejo siguió su andar, lamentando algo que el hombre sin memoria no comprendía. Este último permaneció quieto un momento, viendo como ese individuo se perdía en el insólito paisaje. Después, prosiguió su camino hacia el haz.
La tormenta no daba indicio alguno de cesar. El amnésico se topaba con más espejos dispersos en los pastizales; le sorprendió que ningún rayo cayera sobre alguno de ellos, y, al parecer, no había indicios de que un solo espejo hubiese sido destrozado por los embates eléctricos.
La lluvia le golpeaba la cara con tal fuerza que sentía que su rostro le ardía, sin embargo, ese hombre sin memoria que estaba desnudo, no podía sentir frío alguno en presencia de esa furiosa tormenta. Luego, con un dolor abrupto, el amnésico se detuvo, llevó sus manos a su cabeza, al tiempo que se hincaba en el empapado pastizal. Comenzó a tener ciertas visiones; vestigios de su memoria extraviada y que, tal vez, esta última pretendía retornar con fulminantes imágenes y sonidos. Le llegaron vivencias y proyecciones de una naturaleza obtusa y difusa; vagas memorias de rostros, tal vez de amigos y familiares. El rostro de una mujer; un lugar que poseía un claustro y columnas; ancianos platicando; incluso, un aroma.
Él se puso de pie, con aún más desconcierto y confusión, y se puso en marcha hacia el haz a través de la tempestad, creyendo que tal vez este le daría las respuestas que necesitaba. Notaba que la distancia entre aquella luminosa columna altísima y él se acortaba; por lo menos su caminata rendía frutos.
Giró su cabeza hacia la izquierda y pudo notar que otra figura se acercaba. Era una mujer, también desnuda; con largo cabello que en las raíces se apreciaba negro y en las puntas rubio; de facciones afiladas y piel blanca. Era joven, pero lo que más resaltaba era su mirada perdida, con aquellos ojos aceitunados y almendrados. Esa mirada compartía cierto paralelismo con la del anciano que momentos atrás (quién sabe cuánto tiempo) había visto el sujeto amnésico.
—¡Espera! —gritó el hombre sin memoria—. ¡Oye! ¿Qué te pasó? ¿Estás bien?
La mujer siguió caminando sin detenerse, pero dijo:
—Eres nuevo. ¿Viste sus ojos? Cambian de color.
—¿Los ojos de quién?
—Era mi esposo —respondió ella aun caminando—. Le fallé. Le fui infiel. No pude detenerme. Él me lo advirtió, pero nunca pensé de qué sería capaz de hacer para mostrarme su escarmiento y hacerme pagar por mi falla.
—¡Espera! —gritó el hombre caminando detrás de ella, al ver que la mujer no pretendía detenerse—. ¿Qué es este lugar? ¿De quién me hablas? Por favor, necesito saber qué está pasando.
—No imaginé nunca de qué sería capaz —decía ella—. Nunca imaginé. ¿Viste sus ojos? Cambian de color.
Él se detuvo y vio cómo la mujer seguía caminando al mismo tiempo que divagaba en sus palabras. Supo que ella tampoco lo ayudaría y, al igual que el anciano, le daría más interrogantes que las respuestas que él necesitaba. Así que viró de nuevo y retomó su marcha hacia el haz que se fundía con las negras nubes iluminadas por relámpagos.
Se encontró con aun más individuos, todos ellos también desnudos, y cada uno parecía estar inmerso en una especie de resignación, de un castigo producto de alguna ofensa hacia alguien poco tolerante, pero ¿de quién se trataba? Todas esas personas compartían ciertas frases: «¡Qué pena!», «No debiste importunarlo», «¿Viste sus ojos? Cambian de color».
El camino hacia el haz de luz que el hombre amnésico se había propuesto estaba cerca de finalizar. Entonces, arribaron a su mente visiones de recuerdos: alguna especie de discusión o riña. Dentro de esos recuerdos, se encontraba él discutiendo con otro hombre, pero la razón de aquello no era clara.
En medio del empapado pastizal asediado por los rabiosos rayos, comenzó a sufrir intensos dolores de cabeza; sus recuerdos no llegaban claros; todas sus visiones eran confusas; pero, aun así, él siguió avanzando y pudo llegar a los pies de aquel haz.
—Hola, Julio —dijo un hombre que estaba justo al lado de la columna de luz.
—¿Julio? —respondió el amnésico.
—Ese es tu nombre —replicó el extraño.
Era otro hombre desnudo de mediana edad; calvo en la parte superior de la cabeza, y poseía una negra barba de candado.
—¿Sí ese es mi nombre, tú cómo lo sabes? —preguntó el amnésico.
—Son los privilegios de haber sido el primero en llegar aquí —respondió aquel sujeto calvo—. Mi nombre es Anselmo.
—¿Qué es todo esto? —preguntó el amnésico Julio—. ¿Por qué estoy aquí?
—Esto es una realidad distinta —respondió Anselmo—. Y estás aquí por… Bueno, ¿qué te parece si lo descubres por ti mismo? Toca el haz de luz y tu memoria regresará.
Julio se acercó con cautela a la columna de luz e introdujo su mano en ella…
Era el 20 de abril del 2019 en Morelia, Michoacán. El Café del Olmo se apreciaba tranquilo, como siempre, con las mesas llenas de hombres de la tercera edad platicando su día a día y compartiendo sus recuerdos de sus vidas. Ahí estaba Julio; sentado y a solas. Entonces llegó Lautaro, tal como siempre llegaba al Café del Olmo desde tres semanas atrás. Nadie sabía nada de él, pero tenía cara, porte y acento de jalisquillo. A Julio le molestaba en demasía su presencia; se podía decir que le hartaba. Y Julio era esa clase de personas que decía lo que pensaba; de una forma abrupta y violenta, iracundo como siempre.
Ese día no soportó más la presencia de Lautaro: un hombre de treinta años de edad; de una estatura de un metro con setenta; cara de rasgos finos; cabello castaño claro; ojos color gris; y cicatrices de quemaduras en el brazo derecho, y que, por supuesto, robaba los suspiros de la mesera que Julio deseaba. Lautaro llevaba esas tres semanas yendo al café y leyendo siempre un ejemplar de Anhelo de los días del poeta Lucius Eclipsim
Fue en el solitario baño de aquel café donde Julio y Lautaro se encontraron cara a cara.
—¿Qué es lo que vienes a hacer aquí, jalisquillo? —Preguntó hostil Julio.
Lautaro no respondió y, más bien, ignoró al michoacano.
—¡Te estoy hablando, idiota! —gritó Julio con altanería.
—Es asunto que no te incumbe —replicó Lautaro mirándose al espejo.
El michoacano se sorprendió por tal respuesta. Nadie se atrevía a hablarle así.
—¡Claro que me incumbe, bastardo! Y desde hace tres semanas llegaste de la nada con tu actitud petulante y misteriosa…
—Carmina —interrumpió Lautaro.
—¿Qué? —preguntó desconcertado Julio.
—Es por la mesera, ¿no es así?
—¿De qué hablas?
—Mira, imbécil —dijo Lautaro—, no me interesa la mesera. Es buena muchacha y además me trata con amabilidad. Yo valoro mucho eso, pero no me interesa involucrarme con ella, si es eso lo que en verdad te ha tenido preocupado estas tres semanas. Así que no me molestes, y, más bien, piérdete.
Por un momento, Julio se quedó con los ojos como platos, mientras su furia comenzaba a emerger; su respiración se intensificó y, como un latigazo, propinó un tremendo puñetazo a Lautaro, que no se defendió.
—¡Oh! ¿Eres de esos? —dijo el jalisciense limpiándose la sangre de la boca.
—¡Ya estuvo bueno, jalisquillo! —gritó Julio cegado en cólera.
—Te lo advertí. Eres la clase de persona que busco para limpiar el mundo… Indeseable.
—Mírame muy bien a los ojos, pendejo —dijo Julio—. Quiero que te grabes muy bien la cara de quien te dará la lección de toda tu maldita vida.
—Veo claramente tus ojos —Lautaro contestó.
—Hoy será la última vez que te vea en este café —el michoacano sostuvo de la camisa con violencia al jalisciense—. ¡Mírame bien!
—Lo hago, vaya que lo hago.
Y en un instante…en tan solo un instante, Julio desapareció frente a los ojos de Lautaro. Solo su ropa cayó al suelo. Después, Lautaro se miró al espejo y también desapareció, aunque este por completo, sin dejar ropa atrás.
Después de que su memoria fuera retornada, Julio se apartó del haz.
—No lo entiendo —dijo—. Esto no me explica cómo es que en realidad llegué aquí. En un momento estaba en el baño del Café del Olmo y en el siguiente instante aquí. Ese malnacido hijo de puta…
—Lo importunaste —comentó Anselmo—. Le mostraste a él, a Lautaro Cid, que eras la clase de persona que él busca: escorias del mundo.
—¿Escoria? ¡Yo no soy ninguna escoria, viejo! ¿Cómo osas decir eso? ¡Tú debes de ser su cómplice!
—¡Oh! Claro que sí lo eres —replicó Anselmo—. Conozco a Lautaro desde que él era un niño. Yo fui su padrastro. Fui el primero en llegar aquí… fui el primero en ser traído por él. Es una aberración, ¿sabes? Posee una muy inquietante habilidad… Quién sabe cómo es que la consiguió.
»Todo lo que ves: cada relámpago en el cielo; cada gota de lluvia que cae en los pastizales; los pastizales mismos; y cada rayo que cae añadiendo su sonido a esta maldita sinfonía eléctrica, todo, absolutamente todo, es su creación, su dimensión; una pequeña dimensión confeccionada por él mismo, donde el tiempo no hace estragos en la carne. Donde nosotros: la clase de personas de las que quiere purgar al mundo, somos enviados para vivir su castigo eternamente.
»Él llevó al extremo ese sentimiento que todos tenemos alguna vez: desaparecer a alguien por alguna nimiedad humana; una traición, una ofensa, intereses personales, por lo que sea. Todos hemos sentido esa necesidad de borrar de la faz de la Tierra a alguien más, y Lautaro desvirtuó, a niveles radicales, tal deseo, y su habilidad diabólica es el medio para llevar a cabo el objetivo que se puso desde niño: purgar la Tierra de las escorias e indeseables que caminan siendo la vergüenza de la raza humana.
»Admito que me gané mi lugar aquí. Fui el primero, y aquello me dio ciertos privilegios: de vez en cuando puedo ver la realidad a través de este haz… este haz que se conecta con Lautaro, que se conecta con sus otras dimensiones… porque hay otras, ¿sabes? Violeta, azul, naranja… muchos colores, muchos colores. Ha creado otras cuantas… suelen llegar imágenes difusas de ellas en este haz. En cada una hay otras cosas insólitas tal como aquí, pero aquí, amigo mío, aquí nunca cesan las centellas, los relámpagos, los rayos.
—¡Dios mío! ¡Qué carajo! —exclamó Julio—. Esto debe de ser una especie de broma bien elaborada… un montaje.
—¿Dios? ¡Ja! —rio Anselmo—. Yo era un devoto servidor de Dios… ¡Olvídate de ese Dios! Pues aquí solo rigen las leyes que mande y dicte Lautaro.
—¿Cómo diablos me trajo aquí? —Preguntó Julio mirando a lo alto de una colina.
Antes de que Anselmo le respondiera, Julio divisó una silueta humana en esa colina; era un hombre, era Lautaro Cid siendo empapado por la potente lluvia, y su figura era iluminada por miles de rayos que caían detrás de él, rasgando el cielo de negras nubes en mil pedazos. Y unos penetrantes ojos brillantes, dueños de una mirada sobrenatural, observaban fijamente a Julio. Mientras Julio era hostigado por esa brillante mirada que caía sobre él, tal como aquello que le da su nombre a la eterna noche de los rayos, Anselmo le contestó:
—¿Viste sus ojos? Cambian de color. Aquí son amarillos.