Odilon
Hay un perro calcinado debajo de un árbol, junto a un montón de despojos callejeros. Lo noto por la ventana del pesero a punto de llegar a la universidad.
Duele verlo.
Duele saber que algún «humano» terminó con la vida de tan noble criatura y no contento con esto, le dio un trato inmisericorde a su cuerpo, como si de basura se tratara. Ni me atrevo a pensar en que lo hayan quemado vivo, aunque no dejaba de ser una posibilidad. No consigo sacarlo de mis pupilas ni de mi mente: el cuerpo ahí tendido boca arriba; una masa negra, la piel consumida y solo su dentadura resplandeciente; los blancos colmillo afianzados entre sí en un rictus de dolor.
Bajo del pesero y entro a la escuela. Son las cuatro menos veinte, a esa hora no habrá llegado aún ninguno de mis compañeros de clase. Necesito ir al sanitario, siento asco y ganas de llorar por la impotencia que me invade. En la puerta del baño reservado está el cartel que el colectivo feminista pegó, donde te invitan a compartir testimonios y quejas acerca de si has sufrido acoso sexual de parte de algún compañero o profesor. Ayer no había nada escrito en el papel, pero esta tarde sí, nombres, dibujos, testimonios… No los leo.
¿Es que no podemos vivir tranquilos? ¿Ni siquiera un perro merece ser feliz? Te asaltan en el camión camino al plantel, te asaltan en el camión de regreso a metro, te acosan los profesores y también los compañeros, te prenden fuego y tiran tu cuerpo a un costado de la calle. ¿Y qué? Mañana será otro día.
Vivimos un tiempo en donde no pasa nada, aunque a nosotros nos pase todo.
Voy al salón y ahí está Brenda, me nota triste, le cuento lo que vi y lo que siento, ella se contiene. Normalmente diría que así es la vida, que no me preocupe, que no me lo tome tan enserio, que nada se puede hacer. Pero se contiene, me pasa el brazo por lo hombros y dice “qué feo”. Llegan los demás, esta vez no me apetece hablar más del asunto.
Salgo al pasillo para tomar aire, miro al horizonte, al fondo del amplio terreno que le corresponde a la universidad se aprecia la construcción inacabada de otro edificio de aula que ahora es blanco de historias paranormales y encuentros clandestinos los viernes por la noche. Siempre me ha generado imágenes inquietantes: un organismo a medias —como todos— sostenido con sus muros de cemento, pero abandonado, a fin de cuentas. Inútil. Tiembla de frío pese a estar rodeado de matorrales cercamos; gigante solitario, incluso rodeado por los girasoles de primavera; disminuido al comparase con el Yuhualixqui, ese magnifico cerro de rocas color sangre —de nuevo, como todos— ignorado.
Son las cinco menos quince, obviamente no habrá clase. Las voces de los otros se oyen excitadas, aprovechando el tiempo libre sugieren ir a los pulques, o al Oxxo, o la miscelánea de confianza para comprar caguamas. Otra vez siento asco, pero lo entiendo, el pesar no se debe solo al perro calcinado, no es únicamente por la violencia contra el otro, es más profundo que eso, me duele la indiferencia, el cegarnos para no pensar, el emborracharnos para no sentir, el fingir para no sufrir.
Bajo con ellos las escaleras, ya no solo es Brenda, también Johnny, me dice que no esté tan triste. Sonrío por fuera, por dentro descubro que un pedazo de mi alma también se murió.
Pasamos la miscelánea de confianza y vamos caminando por Prolongación San Isidro, la avenida principal, solitaria y blanco de asaltos incluso a plena luz del día. Me da miedo, por ese rumbo no se debe ir a pie, ni aunque vayamos en bola. Las rejas de la universidad aún a nuestras espaldas me dan una breve sensación de compañía. El plantel —dentro de lo que cabe— es un lugar que me gusta, inmenso, silencioso, solemne, los únicos que lo perjudican son los estudiantes sin escrúpulos, pero ¡Qué digo! Si yo también me he emborrachado ahí con mis amigos.
Nos detenemos de repente en ese funesto sitio, el cuerpo ennegrecido sigue ahí, pero esta vez no soy la única que lo mira, ni la única que sufre, ni la única que llora.
—Perdón —dice Johnny —perdón por lo que te hice, gordo.
—Yo también lo siento —la voz de Brenda se corta, ella gime y se lleva la mano a los ojos. Julio se indigna, se enoja, se aparta un par de metros y patea la tierra, algunos pastos salen volando junto con su coraje.
—Qué poca madre, neta, qué poca madre —se le alcanza a oír. Guille, el último del grupo, no dice nada, está parado a mi lado como una sombra de repuesto, atento a mi reacción, listo para sostenerme.
No entiendo nada, pero me contagian su ira, sus remordimientos y tristezas, me calmo. Doy un enorme suspiro y mis piernas tiemblan. Guille me sirve de apoyo y al fin comprendo. Tiene apenas un año que los conozco y estamos en ciclo básico. Hemos ido por aquí y por allá juntos; bromeando, trabajando, estudiando, divirtiéndonos y ahora sufriendo, juntos, porque las penas de uno afectan al otro, y mi tristeza también fue siempre la suya.
Después de un largo rato nos fuimos, más serenos, pero en silencio. Las manos sucias de tierra, los ojos rojos por el llanto y una sonrisita tímida por haber hecho lo más que pudimos. En aquel lugar ya solo se vislumbra una flor.
Entramos a la escuela para lavarnos las manos. Son las cinco y veinticinco minutos y tenemos clase.
Odilon
Estudiante de Lengua y literaturas hispánicas Estudiante de Creación literaria UACM Loca de los gatos, vegana, feminista, ratona de biblioteca.