Cocinar es también una cuestión de cordura: incluso literalmente.
Paulo Cañón Clavijo
Motivos de un sentimiento
No, aquí no habrá reflexiones sobre lenguaje. Si buscan alguien que hable de símbolos y signos, es mejor que vayan al cuento de Nabokov. Yo vengo a hablar de la literatura y su relación con la lengua como órgano sensorial, como la puerta al mundo de los sabores que, tal como podría ofrecer un buen libro, van de lo ácido a lo dulce, de lo salado a lo agrio, y, felizmente, incluso alcanzan a ser picantes.
Quizá solo sea un capricho mío, un punto más en la lista de las obsesiones que, por fortuna, me ha sabido dar la literatura, quizá también sea una cuestión bastante extraña y yo tenga que replantearme la manera en la que abordo mis lecturas. Pero —casi parece una necesidad— cuando leo y me encuentro con alguna referencia a comida, por más extraña que sea, intento que mi imaginación me permita averiguar una pizca del sabor que el escritor me ofrece.
Todo comenzó, muy posiblemente, con Harry Potter. Quien haya leído la saga de J.K. Rowling sabrá que, dentro del universo fantástico del joven mago, la comida juega un papel fundamental.
Constantemente somos bombardeados con las descripciones de la gastronomía que rodea a Hogwarts; algo que va desde las grageas de muchos sabores, pasa por el revitalizante hidromiel, deteniéndose un poco en el jugo de calabaza y las ranas de chocolate, hasta llegar —¿Acaso habría otra opción?— a la famosa cerveza de mantequilla. Por unos instantes, mientras mis ojos recorrían las líneas de los libros, mi boca sentía el aire dulzón de la taberna Las Tres Escobas y, poco después, hacía amagos de intentar comprender la idea de la fusión extraña entre la mantequilla y una buena birra. Gracias a usted, señora Rowling, ahora me debato entre el sabor de la palabra y la lectura de la comida, ¿O es al revés?
Lecciones de gastronomía en la explosión de un puente
Ernest Hemingway me señaló con su mano, como si se tratase de un secreto, la cueva donde se escondían los milicianos. Bastó con seguir las huellas de Robert Jordan en la España de la Guerra civil, para darme cuenta de que, dentro de todo el ambiente bélico y catastrófico que pondera una novela como Por quién doblan las campanas (Debolsillo, 2016), la comida es uno de los pilares del universo ficcional propuesto por el escritor norteamericano.
Yo, leyendo a media luz, de noche, recorría los pasos de un grupo de rebeldes españoles, mientras que ellos se dedicaban a preparar estofados y a planear cómo dinamitar un puente. Las vivencias durante la época de la guerra, vistas a través de los ojos de Robert Jordan, para mí, están aderezadas con conejos, garbanzos, sopas y —cómo si no— vino con el regusto de los pellejos donde fue guardado.
Si, ustedes, tal como yo, se fijan en la precariedad de los alimentos, en sus preparaciones y en los momentos en los que son consumidos (algo que casi parece un ritual para los españoles, al punto de que no hablaban mientras comían), podrán ver, tras los bombardeos, las ráfagas de fusil, la dinamita y el tórrido romance de Jordan y María, la manera en la que la comida, servida por una gitana, es uno de los hilos que unen a los personajes de la historia, y también es una excusa del viejo Hem para denotar la austeridad que produce una guerra. Su lienzo narrativo se pinta del color de las cebollas asadas y la carne frita.
¿Bastaría con decir que gracias a Hemingway la Guerra civil española me sabe a conejo y a vino? Espero que sí.
Una canción para la Magdalena
Me es casi imposible trenzar los ideales de literatura y gastronomía sin pasar por el recorrido de los trazos de la pluma de Marcel Proust. Estamos en Combray, estamos en Francia, estamos en los albores del siglo XX, estamos en medio de una nube de recuerdos, estamos en el huracán de la memoria y se nos escapa el aire, estamos en En busca del tiempo perdido.
El episodio del que hablo es, por supuesto, el de la magdalena. Solo para aclarar, es más o menos así: Marcel, el protagonista de la novela Por el camino del Swan (DEBOLSILLO, 2016), está en casa y su mamá le acerca una taza de té y un bizcocho (la dichosa magdalena), una melancolía algo existencialista lo embarga y se siente disminuido. Sin embargo, cuando prueba un poco de té con pedacitos de magdalena remojados en él, una ráfaga de recuerdos lo golpea y las sensaciones lo conectan con su memoria. Extrañamente, Proust ilustra las conexiones sensoriales que tiene el acto de recordar, y cómo un sabor, un olor o una imagen, pueden ser los gatillos de un disparo de reminiscencia. A pesar de esto, lo importante, para mí —y es posible que me tilden de ordinario— no es en sí el hecho del recuerdo del que habla el escritor (porque de eso ya ha hablado medio mundo), sino más bien, simple y sencillamente, saber a qué sabían el té y la magdalena.
Claramente es algo insignificante: apenas una rama en todo el bosque monumental que representa la obra magna del escritor francés. Pero es que, para mí, representa no solo un excelente dibujo del funcionamiento nemotécnico, sino la obsesión de un fragmento en el que todos han puesto sus ojos, muy posiblemente sin fijarse en la sencillez apabullante del sabor que se nos escapa.
Así es, Proust y Combray me saben a bizcochos con té. Y bueno, a recuerdos también, pero aquí estamos hablando de la lengua y sus papilas gustativas… Valdría preguntarse si la memoria no es la lengua del alma.
¿Y el licor?
Que tire la primera piedra quien no se haya impresionado con la cantidad de licor que se movían en las novelas de Ian Fleming. Que juzgue sin piedad alguna el que no se haya sentido mareado al contemplar la cantidad tan abrumadora de cócteles y bebidas alcohólicas —según Enrique Vila-Matas[1], la cifra asciende a 73—que hay en Bajo el volcán (Tusquets, 2000), la obra cúspide de Malcolm Lowry. Que aquel que sea capaz de negar el pisco, también reniegue de la lectura de cualquier novela de Mario Vargas Llosa.
Sí, el licor también me hace cosquillas cuando lo encuentro en las páginas de una novela. Es la sensación del bourbon sureño que arde en los algodonales de Faulkner; es el mojito diario de Hemingway en sus tiempos de La Habana; es Graham Greene sirviéndose otro trago de ginebra. Incluso, también es esa decadencia enmarcada entre cervezas que tenía Bukowski. Cada gota se siente como un arado que va labrando las páginas de quienes leo y se refleja en sus personajes, en sus creaciones. La historia de sus perspectivas literarias es la historia de sus resacas.
¿Acaso podríamos ver a Henry Chinaski sin una botella en la mano? ¿Existiría un James Bond que no se apropie de una ración de gin-tonics? ¿Y las fiestas de Jay Gatsby, serían lo mismo sin champaña? ¿Y todos los personajes de Murakami, metidos en sus clásicos bares de jazz, serían lo mismo sin el licor?
Leer a personajes con relación al alcohol conlleva a sensaciones diferentes. A mí, obcecado en la labor de saborear lo que me promete cada página, este ejercicio me marea un poco. Naturalmente, también tiene su encanto; no lo propio de la ebriedad del cuerpo, pero sí de la del espíritu, que se nutre de perspectivas nuevas, de alegrías y desdichas, del contraste festivo y melancólico que nos otorga el alcohol cuando está diluido en literatura.
Miro la lista de libros en los que he leído de alcohol y solamente me queda aspirar a no desarrollar algún tipo de resaca literaria.
El postre y la cuenta
Julian Barnes me propuso algo diferente. O bueno, no propiamente él, sino sus palabras. El perfeccionista en la cocina (Anagrama, 2006) se ha convertido, desde que lo leí, en una nueva óptica con la que admirar mi condición de lector-comensal. Barnes propone un acercamiento cáustico e hilarante al fenómeno no únicamente de la comida por sí misma, sino de la cocina, del proceso completo que va del insumo crudo al plato hirviendo.
Leer a éste escritor inglés me ha proporcionado un cierto consuelo. Al revelar todo el proceso de preparación— donde caben la selección de los ingredientes, las expectativas por la receta, las peleas con el libro de cocina y, claro, las ansias de ver la reacción de los invitados a la comida—, y mostrarlas múltiples peripecias que se viven junto a los fogones, no solo me ha permitido reírme bastante, sino que también darle otro rostro a mi condición. En sus palabras, aderezadas con bastantes anécdotas, me he permitido, además de saborear los platos, tener la sensación de haber sido parte de un viaje gastronómico que empieza en el supermercado y acaba en los cubiertos reposando en el fregadero. No, señor Barnes, ya no me estoy fijando en buscar los sabores. Ahora pienso en todo el proceso, aún si en los libros que leo no se detalla ni un instante de él. De este modo, por ejemplo, si tengo a Tolkien en las manos, las lembas élficas se convierten en toda una microhistoria dentro de la historia misma. Ahora, señor Barnes, tengo que imaginar lo que hubo antes — la cocción, la preparación de los insumos, la forma en que se sirve el resultado final— para poder llegar, siquiera, a una tentativa de pensar el sabor.
Agarro un libro cualquiera de mi estantería, busco una página al azar y hallo la palabra bistec. Espero la sensación del sabor, pero, por el contrario, me asusto un poco al pensar en el mugido de la res —claramente ficticia— en el matadero. No sé si debo sentirme afortunado. Creo, más bien, que he sufrido un calambre en mi imaginación culinaria. Gracias, señor Barnes, supongo…
- Enrique Vila-Matas, Una vida absolutamente maravillosa, DEBOLSILLO, 2014. ↑
Paulo Augusto Cañón Clavijo
Redactor
Colombiano, periodista y lector de tiempo completo. Escribo para encontrarme. Apasionado del fútbol, la música, los elefantes, las mandarinas y los asados.
Literalmente era sobre lengua y literatura