Maron Davdo
Me da cierta curiosidad morirme. En estos días sin descanso, me da cierta angustia el estar vivo. Apenas ayer pude llegar a mi casa con mi pierna fracturada. Y hoy, presumiendo de mi fractura, he entrado a mi oficina con ganas de ir más allá. Las ventanas están cerradas, las persianas igual. Mi cubículo es muy pequeño, sin embargo, ha sido la envidia de todos en éste piso del edificio. Yo no bajé las persianas, pero agradezco a quien lo haya hecho. Me imagino solo, mirando a un punto en el suelo, muy extraño, pensando en las ventajas de perecer. ¿Qué pensaría de mí, por ejemplo, Anita, al verme gesticulando palabras y de vez en cuando levantando un brazo como espantando una mosca?, ¿qué diría la próxima vez al verme? No lo sé, y me da risa. Tomo mi pie fracturado y lo subo a una caja de las que usan para el yoga. Y así me quedo, observando las vendas; sintiendo el peso del yeso sobre mis huesos, haciendo una presión tan fresca. Me veía muy bien enyesado, roto, tirado al dolor. ¿Qué pensaría de mí, por ejemplo, Juan, al verme manoseando la entrepierna por estar pensando en lo bien que me veía enyesado? Posiblemente tomaría una foto y la subiría al grupo de sus amigos de la oficina. Lo que ellos no entienden es que la gente enyesada se ve muy bien, se mueven muy bien, muy lento, muy limitado. Me imagino, recostado, vendado hasta los testículos, en una caja para muerto. Que visión tan más bella. Estar falto de movimiento, alejado de lo peligroso del mundo en una caja para gente muerta, agusanada, asquerosa. ¡Qué coraje! Agradezco a quien haya cerrado las persianas. He estado haciendo gestos. No me he percatado que me estoy lastimando el pie fracturado. En eso entra, Jaime por sus papeles.
─¿Listo, Adán? ─dijo.
─No, Jaime, todavía no.
─¿Te encuentras bien? Estás sudando, ¿quieres agua? Te puedo traer…
─No, Jaime, así está bien, solo te pido que levantes las persianas.
Las levantó. No pude evitar mirar su cuerpo, imaginando que arrastraba una víbora de vendas, siseando el cese de movimiento.
─Jaime ─dije.
─¿Sí?
─Acércate.
Se acercó mirando a los demás, no quería estar muy cerca de Adán. La gente podría pensar demasiadas cosas.
─Dame tu mano ─respondí.
Vi su mano derecha, con un anillo de bodas. Se me antojaba ver a su familia enyesada hasta el cuello. Dejado hasta el tope, exhalando humos cada vez más negros, pataleando el suelo quebradizo. Sentí que mi respiración iba más aprisa, mi pierna punzaba. Jalé de su mano, y le fracturé la muñeca. Me levanté hacía la puerta de mi oficina, viendo a todos correr en auxilio a Jaime. Cojeé hasta la escalera, cerca del elevador, y me arrojé.
Maron Davdo
Ex estudiante del bachillerato de humanidades, kafkiano por naturaleza a sus casi veinte años. Nacido en Salamanca, Guanajuato, acicalado por los climas del hermoso México. Conocedor de lo corto, relatos y cuentos, ignorante de lo complejo.
Muy bueno, ¿quién no se ha imaginado la paz de estar muerto?
Busqué al autor en la web y no lo encontré. Parece que estamos ante un interesante novel. Enhorabuena por la revista y espero que vuelvan a publicar algo de él.
Me gustó el comienzo, Horacio Quiroga alguna vez escribió que las primeras tres lineas son casi tan importantes como las tres últimas (si no lo dice en su “Decálogo…” lo dice en su “Manual…” o quizás en ambos). Aunque al leer las primeras dos oraciones pude adivinar las dos últimas.
En cuanto a la temática además de la “paz de estar muerto” hay una cosa incómoda que me encanta. Cierto sadomasoquismo. La intensidad sensorial del dolor antes de la muerte es algo que siempre me dio curiosidad. El contraste entre el intenso dolor y la ausencia total de sensibilidad es un aspecto de la muerte que no se le da mucha importancia.
Y por último, me encantaría saber porqué carajos el título está en alemán.