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Ilustración: Berenice Tapia.

María Alejandra Luna

Dicen que estamos en una era durante la cual nada nos sorprende; en la cual nada nos asombra, en la que nada nos causa un impacto inolvidable… Sin embargo, es una cuestión de percepción. Es cierto que hace rato que no hay nada nuevo bajo el sol. Los siglos gloriosos del arte en general parecen haber producido todo y de las más excelsas maneras. No obstante, la imaginación humana es una fuente inagotable de creación, pero es necesario cambiar de perspectiva y empezar a mirar desde otro lugar, tener una desautomatización perceptiva.

Entonces, ¿qué es la desautomatización perceptiva, esa categoría cuyo nombre es tan largo y tan oscuro? Se refiere a un proceso que trasciende las fronteras de la mera observación y que, además, implica una intención recreadora sobre el objeto observado. De identificar esa categoría se encargó el Formalismo ruso, analizando la literaturidad de determinados textos. La desautomatización perceptiva supone un despojo, una «desfamiliarización» con respecto a lo que nos rodea cotidianamente, una visión adánica (como si ocurriera por primera vez) del mundo circundante para poder transformarlo en arte.

Ese proceso que tiene por objetivo quitar la venda de «lo cotidiano» nos abre paso hacia una valoración, hacia una evaluación distinta de los elementos que se encuentran a nuestro alrededor: nos permite, de este modo, hallar lo bello, lo especial, lo singular o lo grotesco de cada cosa; nos permite, en conclusión,  «saborear» cada cosa. Y, como resultado, tenemos nuevamente materia prima para el arte.

Esta labor que exige al sujeto humano un esfuerzo extra, esta labor de desautomatizar su propia percepción y mirar todo de nuevo surge naturalmente en el alma de los cronopios. Estos graciosos seres, ideados por el escritor argentino Julio Cortázar, cuentan con la habilidad de pausarse para reconocer, para identificar la belleza artística que se esconde detrás de lo evidente. De pronto detienen su mirada sobre una situación o sobre una flor y a ambas le añaden su curiosa interpretación, llena de humor, llena de absurdo, llena de poesía. Opuesta es la construcción de los aburridos famas, todavía videntes sin ver.

Podemos deducir, pues, que ese «Manual de instrucciones» que introduce al libro es un Manual de instrucciones para dejar de ser famas y convertirnos lentamente en cronopios. ¿Cómo llegamos a este pensamiento? Leyendo, por ejemplo, que nos enseñan a subir una escalera, tarea cotidiana por demás; que nos cuentan cómo llorar, cuando hemos llorado más veces de las que recordamos. Las descripciones que allí se dibujan son visiones principiantes, primerizas o noveles de acciones a las cuales estamos acostumbrados.

«Manual de instrucciones» es un llamado de atención para que abandonemos nuestra cómoda y habitual manera de relacionarnos con nuestro entorno y podamos ir vertiendo, poco a poco, poesía en él. O rescatándola, porque es probable que ya esté allí, esperando ansiosamente que la descubramos y que nos la apropiemos en formato de texto, o de pintura, o de pieza musical.

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