Héctor R. Sapiña Flores
Cuando era niño les pedí a los Reyes Magos una figura de acción inexistente: un Ave Fénix con armadura dorada. No estoy muy enterado de si en algún momento de la serie de «Los caballeros del Zodiaco» el famoso Ave Fénix portó una armadura dorada, pero sí sé que en 1994 no había un muñeco de tales características en el mercado mexicano. No, al menos, de manera oficial. Sin embargo, mi lógica era que, si tres hombres sabios de oriente habían sobrevivido por dos milenios montando animales alojados en la constelación de Orión y utilizaban poderes mágicos para llevar regalos a niños de todo el mundo (católico), entonces no tendrían mayor dificultad para confeccionar un monito a mi gusto. Como era de esperarse, el regalo no llegó y, con todo el poder del berrinche, regresé el reemplazo colocándolo en el mismo lugar donde me había sido entregado. Desapareció después de unas horas y sentí algo de vergüenza. Los Reyes Magos no dijeron nada, sólo se lo llevaron.
Unos meses más tarde, afuera del banco Confía (cuyo logotipo representaba a la perfección las horas de aburrimiento que pasé en su interior), un vendedor ambulante ofrecía figuras de los caballeros del Zodiaco hechas de plástico transparente. Por sólo $15 podías llevarte a tus personajes favoritos y un mazapán. Tal vez $20. Dependía de la venta del día y de la marca de los zapatos de tu mamá. Este tipo de productos son conocidos actualmente como «bootleg», que se traduce simplemente como «piratería», pues son mercancías no oficiales que toman los moldes de las figuras populares en el mercado, pero se elaboran con materiales más baratos y, obviamente, se distribuyen de manera clandestina.
Hoy en día el «bootleg» ha entrado en auge, existe una serie de compradores nostálgicos que, ante la saturación que genera la apertura de las fronteras económicas, encuentran en estas producciones una especie de autenticidad post-folclor perdida. La primera oleada de productos se dio con los luchadores de plástico y, hacia los años 90, con las figuras de acción de series animadas. Pero, para mí, en aquella tarde escolar, a la salida del banco, el «bootleg» ofrecía algo diferente. Puesto que las figuras eran de un solo color, la tarea de colorear al muñeco reposaba en mi mirada. Compré un Ave Fénix de plástico verde, pero durante el juego su armadura se volvía dorada.
¡He aquí el poder de la interpretación sobre la magia de los sabios de Oriente! El Ave Fénix de plástico fue para un lector infantil un lienzo a medio pintar y no el texto final. Como sucede con la comunicación literaria, hay dos niveles intrínsecos en el muñeco que sostenía en mis manos: un proceso de producción y un proceso comunicativo. El primero comprende la historia cultural del «bootleg» en México, un gremio de artesanos que abandonaron los juguetes locales por los personajes que llegaban en las caricaturas extranjeras; la confección de la figura en particular que, en algunos casos, supongo, involucraba el robo del molde oficial; su distribución informal y finalmente a su compra por un pequeño ignorante, pero imaginativo.
El segundo nivel está encadenado al primero gracias al pequeño ignorante, cuya potencia semiótica se activa pese a no estar consciente de ella (como sucede con los saberes gramaticales). Aunque el texto «Los caballeros del Zodiaco» no fue creado por un niño de cuatro años, ha sido aprendido por él, lo mismo que el himno nacional, el Padre nuestro y la canción del caracolito. Así, al ver la figura en el puesto ambulante, el niño identifica su significado, tal vez en mayor medida que el vendedor y que el escultor. Entonces, a pesar de que nadie sabe bien nada, todos participan para establecer las condiciones materiales del juego.
Ahora, ¿qué diablos tiene todo esto que ver con Uber Eats? Respuesta tentativa: en México, tanto el mercado informal de figurines de plástico como las modernas apps de servicio a domicilio son prácticas sociales que reflejan el carácter nacional. A riesgo de parecer decimonónico e idealista, prefiero la palabra «carácter» para no entrar en conflicto con el término «identidad». Entendamos, por ahora, «carácter nacional» como el conjunto de prácticas que manifiestan constantes en el comportamiento de las comunidades, atadas inevitablemente a su economía. Toda precaución guardada, pues no se trata ni de un elogio a la mexicanidad, ni de una queja.
A diferencia de países donde la entrega a domicilio se ha automatizado al grado de que los individuos involucrados se desvanecen para dar prioridad única al consumidor; en México, los intermediarios (vendedor y repartidor) tienen una presencia significativa cuando se trata de llevar el producto al cliente. Algunos servicios que ofrecen, además de llevar alimentos a domicilio, son pagar la luz, el gas y el agua, hacer envíos sencillos de paquetes y, básicamente, pedir cualquier cosa, siempre y cuando sepas dónde la venden. Cuando inició el aislamiento por la pandemia (y siempre débil ante el antojo) he llegado a para pedir tamales a las 10pm con una app. Todo lo que necesitas es saber dónde se pone el tamalero de tu preferencia.
Este tipo de flexibilidades en la entrega no existen en países de economía ultraformal. En Estados Unidos y Corea del Sur te prometen eficacia y calidad, imagino que, si tu paquete llega maltratado, el responsable se encarga de ello en cuestión de horas, si no es que minutos. Acá no podemos decir lo mismo: el pan llega un poco aplastado, el que escoge las papayas te envía una que ya huele a pañal usado y estoy seguro que más de una persona ha enviado brownies mágicos sin consecuencias legales.
Esto es posible porque tanto las apps como nuestra moral son lo suficientemente flexibles para permitir complicidad entre repartidor y cliente. No puedo aportar una opinión económica al respecto, ignoro a qué grado esto afecta la informalidad de nuestras finanzas, si es una fuente preocupante de corrupción o simplemente algo que se puede evitar con las políticas de cada organización. Sin embargo, observo la misma apertura discursiva que se advierte en las figuras «bootleg». Quien por curiosidad haya utilizado una aplicación china o coreana de este tipo, notará que incluso sin saber leer los idiomas, es posible familiarizarse con la estructura del diseño y su programación. Con muchas de ellas, es posible alcanzar resultados simples a través de prueba y error, utilizando a veces algunas palabras básicas del inglés. Es aburrido y desesperante, pero lo logras. Un poco como moverse en una ciudad con avenidas numeradas y organizada por cuadrantes.
No es así para las calles de la metrópoli mexicana, tanto la física como la digital. Del mismo modo en que se debe conocer el barrio para saber cuáles quesadillas no te dan agruras, hay que tener callo para alcanzar un arreglo con el repartidor. Más allá de que un índice de civilización con parámetros occidentales tradicionales colocaría esta serie de irregularidades en un nivel bajo, las prácticas poco estandarizadas nos obligan a desarrollar nuestras habilidades para leer al mundo y activar significados que no han sido preprogramados. Si la aplicación no te ofrece tamales, pero entras en relación dialógica con el repartidor, los tamales llegarán a ti. Si no existe un Ave Fénix con armadura dorada en el texto base y oficial, pero el vendedor te ofrece una piedra a medio tallar, el diálogo con esa piedra la transforma. Pese a la comprensible resistencia a caracterizarnos a partir de términos europeos, nuestras producciones son dialógicas (contrapuntísticas, incluso) y definitivamente tienden hacia lo barroco.
Y, claro, hay de barrocos a barrocos, pero nuestra insistencia en una cultura de la apropiación y la reapropiación genera un barroquismo englobador. De ahí la evolución y regionalización del taco campechano, las incesantes ramificaciones de la izquierda y del activismo de género. Circula por ahí el meme de un pastel de cumpleaños temático, donde aparecen Harry Potter, su amiguín Dobby y un extraño antagonista verde: el Coronavirus. Como en el caso de las figuras de plástico de los caballeros del Zodiaco, dudo que el autor del pastel conozca a qué reino textual pertenece cada personaje. Iuri Lotman se estremecería al intentar describirlo, pero probablemente sería muy feliz, pues se trata de una transgresión brutal de las fronteras significativas: ¿cómo se suplantó al temible Voldemort por un fenómeno biológico?
El proceso comunicativo es tan enredado e ilógico que manifiesta el gran oxímoron de nuestro tiempo: resulta preocupante (por el nivel educativo del país) y a la vez ingenioso (por las necesidades que genera el nivel educativo de la población). Comparémoslo con el típico ejemplo del barroco alemán: las fugas de Bach enredan una serie de frases sonoras articuladas con razonamientos cercanos a la abstracción matemática; tal arreglo exige del escucha una alta concentración para desanudar las voces musicales, el efecto debe guiarlo a vislumbrar lo sublime ante la capacidad intelectual que Dios ha entregado al hombre.
Pero la fuga del Lord Coronavirus hacia el universo ficcional de Harry Potter en una escena de repostería mexicana requiere, primero, destruir la razón para encontrar la lógica de lo ridículo. La narrativa implícita en Harry Potter vs. el COVID sugiere que un héroe adolescente hechicero es capaz de encontrar la cura para una pandemia y que esa pandemia no es causa de un agente infeccioso microscópico acelular, sino una especie de deidad con voluntad demoniaca encarnada. En este sistema semiótico no existe la medicina, mucho menos la virología, sino la imagen simplificada de héroes y demonios.
Para alcanzar tal resultado comunicativo fue necesario, en primer lugar, que los autores del pastel accedieran a las imágenes de Harry Potter y el Coronavirus, es decir, existe una infraestructura de telecomunicaciones que ha permitido el acceso a estas informaciones, pero que no aseguran la contextualización de los datos. Aunado a ello, los productores del postre deben haberse formado con un modo de lectura enfocado en lo inmediato. Puesto que vivimos en una cultura donde leer tiene fines prácticos (llegar a acuerdos con el repartidor, dar una mordida, pasar el examen, forzar un significado a una figura de acción de plástico), en nuestros tiempos la interpretación es un mecanismo que sirve únicamente para resolver necesidades urgentes. De ahí que, a través de una lectura inmediata, la imagen del mago y del virus aparezcan reducidas: un protagonista y un villano. Hasta aquí, lo malo; es preocupante, pues el proceso de significación que se ha seguido para hacer ese pastel nos indica el bajo índice de comprensión lectora de textos noticiosos y ficcionales. Si así se interpretan Harry Potter y las noticias sobre la pandemia, ¿cómo se interpretarán las promesas de las campañas políticas?
Lo ingenioso: para reírse con el meme es necesario comprender una cultura que, para construir, primero destruye. Tenemos, por un lado, un conjunto de sistemas de significación (la literatura, el cine, los noticieros, las políticas de salud, la medicina) y, por otro, un merengue donde se han batido todos los textos. Pero el paso de uno a otro no fue inmediato, sino a través de una serie de descomposiciones encadenadas. Quien visualice el meme y ría debe comprender tales descomposiciones y, de alguna manera, intuir que la reducción expresa la gran dicotomía que trajo el catolicismo al continente: el espectáculo del bien contra el mal. Tal capacidad nos equipa, a la vez, para reconocer la belleza en la fealdad y esperar el progreso entre la corrupción. En el fondo de todas nuestras producciones materiales, se esconde la premisa dantesca de que para llegar al cielo se debe cruzar por el infierno.
Héctor R. Sapiña Flores
Autor
Estudiante de la Maestría en Letras Mexicanas de la UNAM, licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la FES Acatlán (UNAM). Ha publicado ensayo en la Revista Monolito y en el blogzine La langosta se ha posteado, reseña en la Revista Destiempos y diferentes artículos sobre cultura popular en Cultura Colectiva. Es profesor de literatura y creador de contenidos para textos educativos. Fue conductor del programa Culturama de Radio GEA en la temporada 2019-2020.
Itzel Suárez
Ilustradora